Por Javier Calles-Hourclé. –
Si usted es de los que se les atraganta el cartaginés, y el titular lo atrajo con la expectativa de una jugosa escabechina, le pido disculpas. Soy revertiano. Es decir, en general me atrapan las historias que cuenta, disfruto con la forma en que las narra y, además, me cae bien el hombre. Pero no se vaya, le aseguro que no he ocupado las líneas del folio versando sobre autor de Misión en París. Y no es que no merezca reconocimiento; al fin y al cabo, pasarle el plumero al Siglo de Oro español y ponerlo en la planta de moda joven tiene mucho mérito y no está al alcance de cualquiera —o puede que sí lo estuviese—. Sin embargo, fue Pérez-Reverte quien clavó la pica.
En cualquier caso, ya se han vertido cataratas de tinta sobre el asunto con mayor destreza que la mía, y lo que ocupa a estos píxeles es algo más cotidiano. Me refiero a la noble infantería del campo de batalla literario, nutrida de figuras como temerarios profesores de escuela que se baten contra hordas de dispositivos electrónicos, tratando de captar la atención de sus alumnos con un bloque de celulosa por única arma. Hombres y mujeres discretos, valientes, currantes, pacientes.
Alatriste vuelve a mi biblioteca, y con él, aventuras por la vieja Europa, horas de felicidad, y puede que hasta vuelva el adolescente que alguna vez fui. Observo al recién llegado, que reposa en mi escritorio, tocado con reluciente faja roja de soldado español. Unos centímetros más lejos, receloso, lo relojea el veterano de mil batallas y hojas amarillentas. Recuerdo haber empezado a leer aquel viejo libro sin entusiasmo, como a quien le mandan leer el Boletín Oficial del Estado o la guía telefónica, y recuerdo que algunas páginas más tarde ya no pude abandonar las calles del Madrid del s. XVII por las que la profesora de Lengua y Literatura, Cristina Charles, nos invitó a caminar.
Aunque lo intento, no logro recordar cómo fueron aquellas clases con Alatriste en el aula; y se me antoja una buena excusa para llamar a mi profe de Lengua y averiguarlo.
![]()
—Hola, Cristina. ¿Cómo estás?
—Bien, transitando el último tramo de la vida y extrañando la profesión.
—¿Cuántos años de docencia?
—En el Don Bosco creo que no llegué a treinta, veintiocho o veintinueve años. También trabajé en el Juan José Paso y un par de añitos dando Comunicación en el San Vicente de Paul.
—¿Y de jubilada?
—Diez años.
—¿Cómo se llevan?
—Me costó, porque era muy lindo trabajar con jóvenes. Dan mucha alegría y te reís mucho; tienen mucha vida. Pero también ya estaba un poco lejos de lo que piensan, de lo que sienten y de cómo ven las cosas. Eso me entristecía un poco, porque pienso que se están empobreciendo —por lo menos en la Argentina—, aunque supongo que es un fenómeno mundial porque he leído que pasa algo similar en Francia.
—¿En qué ocupaste el tiempo?
—Me dediqué a mis hijos y a mis nietos, tratando de que lean. No lo estoy logrando mucho: tengo dos que son muy lectores, pero los otros no.
—¿Es difícil hacer leer a un joven?
—A veces sí. Me costaba encontrar textos que les gustaran, pero, por ejemplo, tuve éxito con Shakespeare, una cosa rara.
—Y eso que tal vez sea una lectura más dificultosa, ¿no?
—Sí, porque es más filosófico. Pero yo siempre me negué a darles a leer las obras escritas para jóvenes, porque siempre me parecieron una subestimación. Creo que los chicos están capacitados para entender más cosas, sólo hay que ayudarles a encontrarlas.
—¿Te acordás cómo llegaste a El capitán Alatriste?
—Tiene que ver conmigo. Este libro y toda la serie está ubicada en el Siglo de Oro español, que fue la época literaria que más disfruté cuando estuve en la universidad; incluso trabajé como auxiliar en una cátedra de Literatura Española cuando me recibí. Y me pareció que justamente este libro sería muy interesante para quien le gustase la historia, porque hace una recreación muy fiel de los pensamientos, los sentimientos y la lengua de la época.
—¿Qué edad teníamos cuando nos diste ese libro?
—Diecisiete, más o menos. Yo siempre trabajé en los dos últimos años del secundario.
—Recuerdo que me gustó mucho; tanto, que lo tengo con la firma de Pérez-Reverte y Juan Echanove —la rencarnación cinematográfica de Quevedo— y estoy tratando de conseguir la de Viggo Mortensen. Pero ¿esto fue general? ¿Nos gustó a todos?
—A todos, no. Algunos protestaron y otros se engancharon, porque el libro tiene intriga, aventura y muchos elementos que pueden gustarle a un chico joven. Pero no es fácil. Intenté ayudarles a ubicarse en la época, porque me parecía importante para poder entender por qué los personajes actúan como actúan. Y siempre traté de que se identificaran con algún personaje, porque en esa edad siempre hay alguien que te inspira, que admirás o en quien proyectás lo que te gustaría ser, como le sucede a Íñigo. Por lo menos en esa época esto les sucedía a los jóvenes. No sé bien como será ahora, que los veo más orientados a la música, a ser cantantes.
—O influencers.
—También. Eso de tener un modelo me parecía que podía inspirarles. Siempre traté de ligarlo a la psicología del adolescente. Ese personaje del Siglo de Oro no se parece en nada a uno de nuestro siglo, pero podés buscarlo a nivel de los sentimientos que te asaltan a esa edad: lo que sentís que te falta, lo que sentís que podés llegar a conquistar, las lealtades… Una cosa que tenemos —que es la amistad— está muy valorada en el libro, y creo que es algo bien argentino. La amistad y la lealtad hacia los amigos eran elementos que les llegaban, en esa época en que el colegio era de varones. No recuerdo si, más tarde, les llegaba igual a las chicas.
—Tratar de explotar el sentimiento de camaradería.
—Claro, porque los sentimientos de la amistad, que están presentes en el libro, podían ser una réplica de lo que los chicos sentían; sobre todo en el secundario, donde no podés traicionar la amistad. También maneja muy bien los círculos de poder y la sensación de desprotección frente a eso, otro sentimiento que tienen los jóvenes frente a los adultos, que les imponen sus reglas.
—Creo que me llamó la atención que el personaje pudiera ser un poco rufián, pero también un héroe, porque estaba acostumbrado a héroes impolutos y encontrarme con un personaje ambiguo fue una especie de desafío filosófico.
—Un personaje más alcanzable como persona y más posible como espejo, porque uno tiene sus renuncios, y el personaje perfecto es demasiado: te queda lejos y no lo alcanzás nunca. Este hombre [Pérez-Reverte], que ha sido cronista de guerra, tiene bastante claras algunas cosas que, aunque provengan de otras guerras, las rescata para sus personajes.
Mi marido, que es de la época de Los tres mosqueteros y de todas las novelas de espadachines, lo amaba. Se compró todo lo que había de él después de que aparecí en casa con el primer libro de El capitán Alatriste y siguió leyendo otras de sus novelas. Tiene muchas muy buenas.
—A mí me gusta especialmente Un día de cólera, en la que narra la revuelta madrileña del 2 de mayo como un reportero a pie de calle.
—Ahí lo tenés a García Márquez, que decía que lo que da credibilidad es el detalle periodístico. Si uno describe que, en tal esquina, a tal hora, tal día, un señor así… el lector te compra la información, porque el detalle hace que parezca real. Te mete en la historia a partir de eso, que es algo que enseña el periodismo. Creo que es un buen consejo literario.
—¿Qué actividades hacíamos con el libro?
—Yo marcaba una cantidad de texto a ser leído, porque a una novela hay que partirla para tratarla con los chicos, y lo discutíamos en clase. Les hacía preguntas, pero también hacía mucho énfasis en la mirada que había tenido cada uno sobre lo leído. Es muy importante que, a medida que se lee, el alumno vaya sacando conclusiones personales y premiaba mucho la visión diferente. Siempre aconsejaba usar lápiz para escribir el libro anotando las ideas que fueran apareciendo y subrayando los párrafos que les llamaran la atención. Eso les servía para las evaluaciones, porque yo hacía dos cosas: control de lectura con diez preguntas sencillas a responder verdadero o falso en un minuto —esa era la parte policial del asunto— (ríe), y, una vez que estaba el control de lectura, que era la violencia para lograr que leyeran, empezaba a formular preguntas que implicaban establecer relaciones dentro de la obra y sacar conclusiones.
Siempre pensé que la literatura te enseña muchas cosas, pero, sobre todo, a pensar y fundamentar las ideas. Y si un alumno dice «el personaje es aburrido», que tenga dos o tres ideas que lo fundamenten, que se encuentren en el libro y pueda hacer las citas que lo avalen. Solíamos hacer una ronda después de haber leído todo el libro, donde cada uno hacía un análisis propio y trataba de fundamentar o rebatir la idea de otro compañero, pero siempre con el libro en la mano como fuente y fundamento. Después podían buscar cosas adicionales.
A veces hacíamos un ensayito escrito, como una forma de darme cuenta si al alumno había procesado y podía hacer un análisis del texto —cosa que ahora no les daría, porque harían un refrito con inteligencia artificial. Esto está pasando en la universidad y es terrible.
—¿Usabas el libro para hacernos saber que existieron unos tales Quevedo, Góngora, Lope y Cervantes?
—Sí, yo les abría el texto presentándolos y contando algunas anécdotas entre ellos —que hay muchas—, para humanizar a los personajes. Sobre todo a Lope, que era muy enamoradizo y tenía sus conquistas en ese ir y venir entre las mujeres y la iglesia, porque era un poco cura y un poco amante.
También les hacía una ubicación en la época, pero no de entrada. Lo iba sacando en base a lo que aparecía en el libro: por qué determinadas visiones del mundo eran de una forma u otra. Recuerdo una anécdota de un condenado a muerte que caminaba hacia el cadalso erguido, envuelto en su capa, con actitud señorial, o de otro que entraba a Madrid a caballo y, al caérsele una joya valiosísima, siguió cabalgando sin siquiera darse vuelta para ver quién la había tomado, por ejemplo. Ese tipo de cosas que son propias de una época y pueden llamar la atención.
—Pérez-Reverte dice que un buen profesor con un libro en la mano, como por ejemplo el Quijote, tiene una herramienta para tratar infinidad de temas.
—Claro, Alatriste sirve para hablar de un montón de temas también. Obviamente, tiene menos personajes que el Quijote, que es más complejo, pero el Quijote es de Cervantes y Cervantes no hay tantos. Diría lo mismo de Cien años de soledad, que es otro libro que he dado en la secundaria, y que es tan complejo que uno podría estar todo el año tratando distintos temas, como el rol de la mujer, la mística de los fundadores, etc. García Márquez decía que le gustaba la biblia porque era un libro que tenía muchísimas historias y, en entre tantas, tenía que haber alguna interesante.
—Vas a tener que regalarle a tu marido el último Alatriste que acaba de salir.
—Sí, no sabía que había salido un texto nuevo, pensaba que era una reedición. Del que más me acuerdo es del primero, porque era el que les di a ustedes, luego les dejé abierta la posibilidad de seguir leyendo los otros, pero no sé cuántos lo habrán hecho.
—Conmigo te funcionó.
—Sí, es algo lindo.
—Si Arturo Pérez-Reverte leyera este artículo, ¿qué te gustaría decirle?
—Que me encantaría tener un autor argentino que rescatara así una época tan valiosa de nuestra historia, con esa manera tan amplia y tan abierta. Pienso que me sentiría muy identificada y, como docente, me encantaría darlo en la escuela. Y la otra, bueno, felicitarlo porque es un muy buen narrador, pero eso él ya lo sabe.
—Muchas gracias por habernos presentado a Alatriste.
—Te agradezco. Me alegra que te acuerdes de él y de habérselos dado.
Autor: Javier Calles-Hourclé, Valladolid, España.
Ilustraciones: Javier Calles-Hourclé.
Contacto: javier@calleshourcle.com
X: @javcalles
Canal: @ReflexionesDeCafeOk