UN CUENTO DE NAVIDAD

Nota: Profesor Humberto Guglielmin

EL ZAPATERO REMENDÓN
“En una pequeña aldea de Rusia, vivía un zapatero remendón llamado Martín Avdéich. Su morada era un cuarto minúsculo en un sótano cuya única ventana daba a la calle. A través de ella, solo veía los pies de las personas que pasaban por ahí.
Martín reconocía a muchos transeúntes por sus botas, que él había reparado. Tenía mucho trabajo, pues se esmeraba en hacerlo bien; utilizaba buenos materiales y no cobraba en demasía. Su esposa e hijos habían muerto varios años atrás, y era tan grande su dolor y desesperación que llegó a reprochar a Dios por su tragedia, pero cierto día, un anciano que había nacido en la misma aldea de Martin y que se había vuelto peregrino y un hombre religioso, visitó al zapatero, y este le abrió su corazón: “ya no deseo seguir viviendo, he perdido toda esperanza”.

El anciano respondió: “Estás desesperado porque solo piensas en ti y en tu propia felicidad. Lee el evangelio, allí verás cómo Dios quiere que vivas”. Martín compró una Biblia. Al principio la leía únicamente los domingos y los días de guardar, pero una vez que comenzó la lectura sintió tal felicidad en su corazón que empezó a hacerlo a diario.
Y así sucedió que una noche, al leer el evangelio según San Lucas llegó al pasaje donde el Fariseo rico invita al Señor a su casa. Una pecadora se presentó ante Jesús, le limpió y ungió los pies, y luego los enjugó con sus lágrimas. El Señor le dijo al fariseo: “¿Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me diste agua para lavar mis pies; sin embargo, ésta ha lavado mis pies con sus cabellos. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado sus perfumes sobre mis pies”.
Martín reflexionó: “Este fariseo debió haber sido un ignorante, como yo. Si el Señor viniera a mí, ¿me comportaría de esta manera?” Luego, apoyó la cabeza en sus brazos y quedó dormido.

De pronto escuchó una voz y despertó. No había nadie ahí, pero oyó que le decían claramente: “Martín mañana asómate a la calle, porque vendré a verte.” El zapatero remendón se levantó antes del alba. Encendió el fuego y preparó una sopa de col y avena con leche. A continuación, se puso el delantal y se sentó a trabajar frente a la ventana.
Mientras recordaba lo que había sucedido la noche anterior, miraba a la calle más que hacia su labor. Cuando pasaba alguien con unas botas que él desconocía, miraba hacia arriba para verle la cara. Pasó un portero. Después un vendedor de agua. Un anciano llamado Stepánich, que trabajaba para un comerciante vecino, empezó a sacar con una pala la nieve acumulada frente a la ventana; Martin lo miró y prosiguió con su tarea.
Después de hacer una decena de puntadas, miró de nuevo por la ventana. Stepánich había apoyado la pala en la pared; estaba descansando o tratando de entrar en calor. El zapatero lo llamó a la puerta y lo llamó. “¡Entra, pasa y caliéntate! ¡Debes estar helado!” “¡Que Dios te bendiga!,” agradeció Stepánich.

El hombre entró, se sacudió la nieve y comenzó a limpiarse los zapatos. Al hacerlo tambaleó y estuvo a punto de caer, “¡cuidado!” -le dijo Martin- “Siéntate; tomemos un poco de té”. Y llenando dos vasos, dio uno al visitante, que lo bebió enseguida. Se veía que deseaba más. El anfitrión volvió a llenar el vaso. Mientras bebían, Martin seguía mirando la calle.
“¿Espera a alguien?” Preguntó el anciano. “Anoche -respondió Martin- estaba leyendo cómo Cristo visitó la casa de un fariseo que no lo recibió dignamente. Me dije ¿y si eso me pasara a mí? ¿Qué no haría para recibirlo como se merece? Entonces me venció el sueño y escuché a alguien decir: busca en la calle mañana, porque vendré”.
Al escuchar esto, a Stepánich se le arrasaron los ojos, y dijo: “Gracias, Martin Avdeich. Me has reconfortado el cuerpo y el alma”. A continuación, se despidió y salió.

El zapatero se sentó a la mesa a coser una bota. El zapatero miró por la ventana y vio que una mujer que calzaba zuecos pasó y se detuvo cerca de la pared. Martín advirtió que iba pobremente vestida y con un niño en brazos. De espaldas al viento helado, trataba de proteger a su pequeño con sus delgados andrajos.
Martin salió y la invitó a pasar. Le sirvió sopa caliente y algo de pan. “¡Come, buena mujer, y entra en calor!” le indicó cordialmente. Mientras comía, la campesina le contó quién era: “Soy esposa de un soldado. Hace ocho meses lo enviaron lejos de aquí y no he sabido nada de él. No he podido encontrar trabajo; tuve que vender todo lo que poseía para comprar comida. Ayer empeñé mi último chal”.

Martín revolvió sus estantes y volvió con una vieja capa. “¡Tome!” le dijo. “Está raída, pero le servirá para arropar al pequeño”. Al tomar la prenda la campesina rompió en llanto y exclamó: “¡Que Dios lo bendiga!” Martin sonrió y le contó sobre su sueño y la visita prometida. “¿Quién sabe?” todo es posible, comentó la mujer. Luego se puso de pie y envolvió a su hijo con la capa. “¡Tome esto!” añadió Martin, mientras daba un poco de dinero a la mujer para que recuperara su chal. Por último, la acompañó hasta la puerta.

El zapatero volvió a sentarse y reanudó su tarea. Cada vez que notaba una sombra en la ventana, alzaba los ojos para ver quién era. Al poco rato, avistó a una mujer que vendía manzanas con una canasta. Llevaba sobre la espalda una pesada bolsa que intentaba acomodar. Al apoyar el canasto en un poste, un muchacho le sacó una manzana e intentó escapar. Pero la anciana lo agarró del pelo. El muchacho gritaba y ella lo insultaba.
Martin corrió a la calle. La vendedora amenazaba con entregar el muchacho a la policía. “¡Déjalo ir, madrecita!”, le suplicó Martin. “¡Perdónalo, en nombre de Dios!” La mujer lo soltó. “¡Ahora, tú pídele perdón a la abuela!,” ordenó el zapatero al muchacho, quien empezó a llorar y a pedir disculpas.

Martin tomó una manzana de la canasta y se la dio al muchacho. “Te pagaré yo, madrecita”, se apresuró a decir. “¡Este pillo merece una buena paliza!”, refunfuñó la vendedora. “¡Ay abuela!”, exclamó Martin. “Si él merece que lo azoten por haber robado una manzana, ¿qué no merecemos todos por nuestros pecados? Dios nos invita a perdonar, o no seremos perdonados. Debemos perdonar, sobre todo a un jovencito irreflexivo”. “Muy cierto, pero los jóvenes de hoy se están echando a perder,” dijo ella.
Cuando la mujer iba a cargar la bolsa en su espalda, el muchacho dijo: “Permítame cargarla yo; voy por el mismo camino”. La vendedora acomodó la bolsa en la espalda del muchacho, y ambos se alejaron por la calle.

Martin regresó al trabajo. Al cabo de un tiempo, la escasa luz ya no le permitía ensartar la aguja en el cuero. Recogió su herramienta, sacudió los recortes del cuero y colocó la lámpara en la mesa. Por último, tomó de un estante la Biblia. Quería abrir el libro en la página señalada, pero lo abrió en otra. En eso oyó unas pisadas y volvió la cabeza. Una voz le susurró al oído: “¿Martin, no me reconoces?” – “¿Quién eres?”, musitó el zapatero. “Soy yo”, dijo la voz. Y del oscuro rincón surgió Stepánich; sonrió y, como una nube, se desvaneció.
“Soy yo”, dijo la voz. Y de las sombras salió la mujer con el niño en brazos. La madre y el niño sonrieron, pero poco a poco ellos también se esfumaron.
“Soy yo”, dijo la voz, una vez más. La anciana y el muchacho de las manzanas emergieron de las sombras, sonrieron y se diluyeron en la penumbra.

Martin sintió una gran alegría. Empezó a leer donde la Biblia se había abierto sola. Al principio de la página decía: “Porque yo tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber; era peregrino y me hospedaste”.
En la parte inferior de la página leyó: “Siempre que lo hiciste con el más pequeño de mis hermanos, lo hiciste conmigo”.
El zapatero comprendió que en realidad Dios lo había visitado tres veces aquel día, en cada una de las personas a las que ayudó, y que él lo había recibido dignamente”. Donde hay amor, está Dios.” FIN

LEÓN TOLSTOI (1828-1910)
Atormentado literato y pensador ruso de importancia mundial; autor entre otras obras, de “La Guerra y la Paz” y “Ana Karénina”. Como en el caso de Jorge Luis Borges fue varias veces nominado para el Premio Nobel de Literatura y en otras ocasiones para el Premio Nobel de la Paz por sus críticas a las guerras y su pacifismo a muerte, pero inexplicablemente, en todas esas instancias fue ignorado.

Nota: Profesor Humberto Guglielmin
guglielmin.humberto@live.com

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