Por Javier Calles-Hourclé. –
En 1999 la localidad granadina de Lanjarón alcanzó una inesperada popularidad; llegando, incluso, hasta las mismísimas páginas de The New York Times. Tan alto reconocimiento no fue debido a la afamada calidad del agua de manantial que obtiene de Sierra Nevada, ni a su balneario con propiedades medicinales. Tampoco a las muchas fuentes de agua esparcidas por las calles y plazas en las que, además de refrescar el gaznate, también es posible refrescarse el alma con frases o poemas de Lorca; sino a la promulgación de una ordenanza municipal totalmente insólita. En Lanjarón se prohibía morir a sus vecinos. Así como lo lee. Se lo juro por las lágrimas de Boabdil. Nada de andar muriéndose incivilizadamente sin el correspondiente permiso municipal. Y, por lo tanto, se incentivaba a pasar por boxes para hacerse una concienzuda revisión de la maquinaria.
El bando firmado por el entonces alcalde, José Rubio, no pretendía la creación de una comunidad de nosferatu —aunque, un vampiro andaluz acechando en la oscuridad a la voz de: «dame tu sangre, miarma», sería la bomba—, sino que apuntaba a denunciar las problemáticas que impedían realizar las obras de ampliación del cementerio local, acorde a la creciente demanda de vecinos próximos al merecido descanso eterno. Es más, a los siete días de la publicación de la curiosa normativa, un caballero de 91 años se deslizó hacia el más allá, ignorándola. Según trascendidos, el desacatado y el alcalde tendrían una relación de amistad, por lo que no se descartaría un posible caso de nepotismo.
En la provincia de Bs As, uno de los pocos reductos del kirchnerismo en los que logró salvar los muebles, pasa algo parecido, pero con algunas diferencias. Los resultados de las pruebas PISA en 2022 arrojaron que sólo el 27% de los estudiantes alcanzaron o superaron el nivel de desempeño básico en matemática. Es decir, que más del 70% no fueron capaces de resolver una comparación de distancias de dos rutas alternativas, o convertir precios a una moneda diferente —con lo que nos hace falta esto último—. Ubicando a la Argentina en el puesto 66 de los 81 países analizados. En Lectura y Ciencias, el 50% de los estudiantes argentinos tampoco alcanzaron los estándares mínimos; y no sigo para prevenir la acidez de estómago.
Saltamos al 2024 y al plan de acción del gobernador Axel Kicillof y del director general de cultura y educación de la provincia, Alberto Estanislao Sileoni, que parecen haber tenido la misma idea que el alcalde lanjaronense: prohibir la repitencia. Pero de verdad. Porque la escuela ya no es un lugar para aprender. Esas son ideas anticuadas. La escuela, en su versión progresista, es un lugar de contención; y si su hijo no aprende, lo menos que la Dirección General de Cultura y Educación bonaerense puede hacer por él, es no estigmatizarlo. Si, en definitiva, el mundo y la vida son como una peli de Disney en la que, al final, todo se resolverá cantando y bailando; y en el que no existen los malandras de navaja afilada en las esquinas oscuras, la competencia, los trabajos mal pagados, los jefes cabrones, ni el desempleo. Y, si acaso, la universidad ya se ocupará de nivelarlos o de dejarlos seguir por el dulce camino de la desidia. Si es que alguna vez llegan.
Decisiones como esta hacen entendible que muchos argentinos aprieten los dientes y sigan aguantando el mal trance por el que están transitando a diario. Porque cuando flaqueen, allí estarán Kicillof, los sindicalistas o los manifestantes contra la Ley Bases, para mantener vivo el fuego de la hoguera kirchnerista que los colmó de razones para sentar en el sillón «de Rivadavia» a quien «ama ser el topo que destruye al estado desde dentro».
Autor: Javier Calles-Hourclé (43) / Valladolid, España.
Ilustraciones: Infobae, LPO, TheFPHonestly.
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