Por Javier Calles-Hourclé.-
Aunque a algún centennial le pueda sonar inverosímil, hubo una época, no muy lejana, en la que la vida pasaba fuera de los chirimbolos que ahora llevan en el bolsillo y que casi no pueden dejar de mirar compulsivamente cada vez que la gratificante notificación llama a una nueva descarga de dopamina. La gente se conocía, las parejas se formaban y los amigos se hacían sin necesidad de que una empresa en Silicon Valley o en China nos pusiera en contacto a cambio de nuestros datos personales. Naturalmente, la oferta estaba limitada a la capacidad de desplazamiento, pero la experiencia era tangible. Era real.
Con la música sucedía algo parecido. Antes de que tuviésemos acceso a casi toda la música grabada y distribuida del mundo en nuestros móviles, para conocer nuevas bandas y nuevas canciones, además de la radio y las tiendas de discos, se disponía de los grandes conciertos en directo y de los más accesibles conciertos de bandas emergentes en bares o pequeños locales nocturnos. Donde, además de descubrir canciones, escuchar a una banda en vivo y tomarte unas cervezas, también podías conocer a otras personas e, incluso, interactuar con ellas. Fascinante, ¿no?
El comienzo de la transición hacia la democracia en España, a mediados de los setenta, coincidió con el de las dictaduras militares que asolaron el Cono Sur americano y la consecuente llegada de artistas sudamericanos. Ariel Rot, Joe Borsani, Rubi (María Teresa Campilongo) y Moris (Mauricio Birabent), entre otros, contribuyeron a la renovación cultural conocida como la movida madrileña, que tuvo su réplica en diferentes ciudades españolas. Entre ellas, Valladolid.
El documental Generaciones en un escenario de Miguel Saeta es «un viaje en el tiempo que empieza en el Valladolid de 1980, donde los jóvenes de la ciudad participaban de la efervescencia creativa de la época montando grupos», y continúa con «un recorrido musical que narra la evolución hasta principios de la pandemia, mostrando el movimiento sociocultural de la ciudad a través de sus bandas».
Con «veintiséis años en el mundo de la música» y callos en la yema de los dedos que le han dejado las cuerdas, el bajista de Cañoneros supo que Valladolid tenía peso específico para un documental «a la altura de los que abundaban durante el 2012 sobra la movida madrileña, la de Vigo, el rock radical vasco y otras expresiones culturales semejantes». También supo que «nadie iba a venir a contarlo»; y sí apareció la idea. Lo que no aparecieron fueron los recursos. En el 2015 intentó un crowdfunding, sin éxito y, finalmente, lo emprendió a la castellana: ahorrando con austeridad para hacerse con el equipo necesario: cámara, micrófonos y luces que cargó al hombro para rodar cincuenta y dos testimonios durante un año y medio en bares y tiendas de discos o de instrumentos. Más tarde, la pandemia le trajo el tiempo para dedicarse al laborioso trabajo de montaje, hasta dar con la narrativa deseada tras varias versiones.
Valladolid tuvo una cultura musical ligada al ocio nocturno muy extendida; llegando a atraer a gente de Madrid «porque había mucho rollo». Los bares de rock «tenían una oferta musical muy buena y eran lugares en los que se podía descubrir nueva música»; además de caracterizarse por estilos, que eran la seña de identidad del bar. Destacaron garitos legendarios como el Landó y la sala Hippo, que programaba a grupos internacionales de la talla de Dr. Feelgood o Johny Thunders, heroína adquirida en el barrio de La Esperanza mediante.
Aunque hoy queda «un puñado de bares, las canciones que envejecen muy bien y las bandas, se ha perdido la cultura del directo porque las discotecas ya no programan conciertos y porque las nuevas generaciones tienen otro modelo de consumo de la música, en parte por la lluvia instantánea de la que disponen, que hace valorarla menos; mientras que antes te machacabas un disco». Tal vez sea por eso que el minucioso documental esté siendo un éxito de público y crítica. Valorando, incluso, la posibilidad de una tirada en DVD, «porque mucha gente reclama un formato físico en el que guardar un trocito de sus vidas» y de aquella época en que la música se vivía en los bares.
Autor: Javier Calles-Hourclé (43) / Valladolid, España.
Ilustraciones: Javier Calles-Hourclé, Miguel Saeta, Tequila.
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