Nota: Cascallar Jorge. –
Las calles de Bahía Blanca no solo fueron arrasadas por el agua embarrada. Lo que corrió con violencia entre nuestras calles y casas no era solo líquido, sino también miedo, frustración, angustia, enojo y cansancio. La ciudad anegada se convirtió en el espejo roto de una comunidad que no encuentra palabras suficientes para narrar su pérdida.
Los cuerpos del Estado (esas personas con nombre, familia e historia) trabajaron 24 horas al día, los 7 días de la semana, para dar respuesta tras las inundaciones. Y, sin embargo, no fue suficiente. No porque haya negligencia, sino porque no se puede con todo. Porque el agua entró igual. Porque el barro estuvo en todas partes. Porque las pérdidas materiales, los recuerdos mojados, el colchón, el cuaderno, la heladera que flotó… todo eso no se recupera con buena voluntad. No alcanzó, no por falta de compromiso, sino porque hay tragedias que exceden las manos humanas, por más solidarias que sean.
Cuando la angustia encuentra un límite en la palabra, se transforma (a veces) en silencio o en grito. Y ese grito busca a quién dirigirse. Se grita contra el Estado, contra el municipio, contra el delegado, contra el intendente o el cura. Esa figura que “nos tiene que cuidar” se convierte en receptáculo de todas las proyecciones. Lo que no se puede elaborar, se proyecta. Lo que no se quiere reconocer, se deposita en el otro. Así, el dolor por la pérdida se transforma en acusación. Pero sigue doliendo igual.
Los mitos urbanos emergen como verdades reveladas: “la ropa buena se la quedan ellos”, “te ayudan si te afiliás”, “esto lo provocó el proyecto HAARP”, “hay muertos escondidos detrás del Hospital Penna”. La fantasía reemplaza al dato; el mito, a la estadística; el fantasma colectivo, a la espera angustiosa. Pero estos mitos no nacen del mal: nacen de la necesidad de encontrar sentido. Por eso es clave que la narrativa política (esa que sostiene el cuidado) venga a llenarlos. La catástrofe nos deja sin marco, y la mente humana odia el vacío. Entonces inventa. Y allí es donde las narrativas que ofrecen sentido, verdaderas o falsas, encuentran su fuerza.
¿Es irracional? Sí. ¿Es inútil? No. Porque los mitos, aunque falsos, tienen un efecto social: unifican el malestar, le dan forma y organizan la angustia dispersa. Psicosocialmente, funcionan. No son ciertos, pero sí son reales en sus efectos y afectos. La historia de una camioneta llevada por la corriente con cuatro personas adentro (aunque no haya existido) tiene más poder simbólico que cualquier parte meteorológico. Porque en ella viaja el terror.
Quisiera que la palabra calmara las aguas; que el lenguaje ordenara lo que la inundación rompió. Pero no es así. A casi un mes de la catástrofe, las palabras también naufragan. Lo único que queda es el barro compartido, el silencio y la necesidad de reconstruir no solo techos y veredas, sino también vínculos, tejidos, símbolos y confianza.
Que el Estado se reconstruya, sí. Que las políticas públicas se fortalezcan, por supuesto.
Pero no olvidemos que en cada dedo que acusa también hay una herida. La angustia no se combate; se elabora. Se atraviesa en la escucha tierna, en la presencia, en narrativas que contengan el dolor y siembren esperanza. En vínculos que abracen más de lo que expliquen. Y en esa ternura profunda, capaz de reparar lo que la catástrofe nos robó.
Conmovedor, verdadero tan vivido que supongo que quien lo escribió lo vivió como nosotros